2- LA TÍMIDA HUELLA DEL BRONCE FINAL

La escasez y la disociación de las evidencias arqueológicas documentadas durante el Bronce Final ha generado un gran desconocimiento sobre esta etapa previa a la formación de la Cultura Castreña Soriana, para la que se aceptan de manera generalizada, aquellas tesis que abogan por la plena despoblación de la región, quedando al margen del resto de la Meseta, donde se desarrollaría paralelamente el horizonte cultural Cogotas I (Jimeno y Martínez, 1998, 172).
Al respecto, hemos creído oportuno plantear la posibilidad de que esta oscuridad documental fuese realmente el reflejo de una de las notas predominantes que vienen repitiéndose a lo largo de la historia de esta parte de la provincia, como es la lentitud y la resistencia con la que se producen los cambios y las transformaciones, así como el alto grado de movilidad y la falta de ordenamiento en el territorio de los grupos humanos detectados en toda la Edad del Bronce.
La escasa envergadura de la arquitectura de los poblados de este momento, unido a la carencia de estratigrafías verticales y a la posibilidad de que se hubieran producido fenómenos de sedimentación postdeposicional, podrían haber ocultado aún más su presencia, haciendo casi imposible su localización. Por tanto, cabría plantear la posibilidad de que estas gentes ,sujetas a unas formas de vida profundamente conservadoras y autárquicas, muy lentamente fuesen asimilando todas las novedades que empiezan a penetrar en la región como consecuencia de la apertura de los circuitos de intercambio que se reactivan durante el Bronce Final a escala peninsular, las cuales pueden rastrearse a través de la cultura material.

Estas modestas evidencias se vinculan por una parte a la órbita atlántica y meseteña, con hallazgos metálicos no asociados a un registro arqueológico determinado, ubicados en los pasos naturales de comunicación de los rebordes montañosos (Covaleda, San Esteban de Gormaz, San Pedro Manrique, El Royo, La Alberca de Fuencaliente de Medina y Ocenilla), hallazgos cerámicos cuantitativamente escasos asociados a Cogotas I, documentados en lugares bien alejados de los entornos serranos (Castilviejo de Yuba, Escobosa de Calatañazor, La Barbolla, Fuentelárbol, Cueva del Asno, Santa María de la Riba de Escalote y en la confluencia de los ríos Tera, Duero y Merdancho), algunas manifestaciones tardías como la figura-estela del Grupo III de la Peña de los Plantios (Fuentetoba) o el motivo de trisceles del Covachón del Puntal de Valonsadero, y ya en torno al siglo VIII a.n.e. la estatua-menhir de Villar del Ala.
Por otra parte, contamos con evidencias procedentes de la órbita centroeuropea, asociadas tradicionalmente a los grupos de Campos de Urnas Recientes, muy distorsionados ya a su paso por el valle del Ebro. Su penetración a lo largo del Alto Duero encontrará cierta “resistencia”, manifestándose con menor intensidad que en otras regiones limítrofes donde se van configurando toda una serie de horizontes culturales paralelos, de tal manera que únicamente se evidencian en 5 yacimientos cerámicas excisas asociadas ya a la Edad del Hierro, (siglo VIII a.n.e.). Son los de Quintanas de Gormaz, Numancia, Castilviejo de Yuba, o Loma de la Serna en Tardesillas, que junto con la pieza de Quintanares de Escobosa de Calatañazor, en la que se funde la tradición Cogotas I con estas nuevas formas emergentes, vienen a completar los precedentes más inmediatos del poblamiento castreño (Romero y Misiego, 1995a).
Este panorama, parece estar reflejando que no será hasta bien entrado el siglo VII a.n.e., cuando las poblaciones locales comiencen a superar sus reticencias internas respecto a aquellos influjos que habían ido penetrando desde el exterior, emergiendo los primeros ejemplos de hábitats con un alto grado de fijación a la tierra, como El Solejón de Hinojosa del Campo (VII y VI a.n.e.) o El Castillejo de Fuensaúco, que se desarrolla sin solución de continuidad hasta prácticamente el cambio de milenio, configurándose la personalidad de estos grupos.

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